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CARLES BOIX - 08/03/2004

JOAN CASAS

 


España e industrialización


LAS AUTONOMÍAS CON mayor renta se corresponden (casi) milimétricamente con los territorios que resistieron el absolutismo 

CARLES BOIX - 02:46 horas - 08/03/2004

Apropósito de la publicación del “Atlas de la industrialización de España”, dirigido por el profesor Jordi Nadal, Pedro Schwartz reflexiona sobre los orígenes del desarrollo industrial español y sobre el papel que cabe encomendar al Estado en política económica (“La Vanguardia”, 28 de enero). La respuesta del profesor Schwartz es doble: primero, el Estado fue el agente responsable de la industrialización española, sobre todo mediante el establecimiento de aranceles en el siglo XIX; segundo, el crecimiento diferencial de Catalunya y el País Vasco se basó en el sacrificio (antes se hablaba de explotación) del resto de España.

La respuesta, que captura con maestría la opinión de buena parte del público español, es insatisfactoria porque deja sin explicar el meollo del problema: ¿Por qué sólo se industrializaron Catalunya y el País Vasco? ¿Por qué el resto de la Península se quedó anclado en el pasado?

El Estado no pudo ser el causan-te de la modernización catalana y vasca. Aunque no fue precisamente un modelo de estabilidad y eficiencia, el Estado español del XIX mantuvo una estructura unitaria impecable y aplicó las mismas políticas (centralistas) en todo el país. Entre otras cosas, estableció un código de comercio único, aprobó una ley hipotecaria general, descuartizó el país en provincias de dimensiones similares y sostuvo una política arancelaria común. Y, pese a toda esa homogeneidad en el trato y no obstante darse las mismas oportunidades a todos en la pista de salida, unos cuantos (más bien pocos) acabaron corriendo mucho más que los demás.

Descartado el Estado como culpable del desigual desarrollo de España (mediante el supuesto sacrificio de ciertas regiones en aras de la prosperidad de otros territorios), no queda más remedio que concluir que la industrialización la impulsaron los agentes económicos y sociales, esto es, la tan cacareada “sociedad civil”.

El desarrollo económico no es otra cosa que el resultado de la suma de esfuerzos individuales y de iniciativas empresariales. Ahora bien, para que la iniciativa privada salga adelante, es decir, para que a alguien se le ocurra endeudarse, comprar un telar o montar un laboratorio, se necesitan tres cosas: primero, contar alrededor con otras personas con las que sea posible cerrar negocios con la seguridad de que los cumplirán; segundo, tener clases medias que puedan consumir los calcetines y las pastillas para la tos que se producen; tercero, acceder a una red de artesanos que puedan aprender fácilmente cómo manejar telares y probetas. En suma, se necesita una sociedad con una capa urbana algo desarrollada y con un campo no compuesto de campesinos depauperados sino de payeses, quizá enjutos, pero en ningún caso muertos de gana.

Estas condiciones, que se dieron en Catalunya y País Vasco, no existieron en la mayor parte de España. En Castilla las Cortes medievales pasaron a mejor vida a principios del siglo XVI. Y sin ellas los monarcas españoles pudieron expoliar el país sin freno alguno. La historia es triste pero merece ser recordada. Tras soportar una inflación de caballo, Castilla perdió una cuarta parte de la población tan sólo entre 1650 y 1680. Mientras tanto, la libra catalana se mantuvo estable como si se tratará de un marco alemán de los de siempre y la economía catalana arrancó decidida hasta hoy en día.

Desafortunadamente, los Borbones liquidaron las autonomías catalano-aragonesas en 1714 y la vasca en 1876 y con ellas los pocos controles existentes contra la voracidad de los gobernantes. No obstante, permanecieron en su lugar los factores sociales que aquellas instituciones políticas habían generado: un clima de confianza social, una cierta igualdad económica y ciudades sostenidas por una cierta actividad artesanal (y no por el empleo público y las hidalguías). Cuando llegaron los vientos de la revolución industrial, inventada en Inglaterra (que, no por casualidad, tenía un parlamento capaz de parar los pies al rey de turno), sólo esos lugares pudieron atraparlos y hacerlos fructificar en la Península. La mejor evidencia de que eso es así es que, todavía hoy, las autonomías con mayor renta per cápita se corresponden (casi) milimétricamente con la Corona de Aragón y el País Vasco, es decir, con los territorios que resistieron el absolutismo.

¿Qué lección política y económica se deriva de esa discusión histórica? Una muy sencilla. La suerte de España se cifró en que hubo esa diversidad, hija de las resistencias del pasado, que permitió la modernización de algunas partes del país. Y esas partes acabaron estirando de los demás. Imagínense cómo estaríamos si Madrid nos hubiese conseguido aplastar a todos. En el mejor de los casos, en la posición de Turquía, que todavía está fuera de la Unión Europea. O quizá como Rusia, con toda su trágica historia a cuestas.

En España existe algo así como un liberalismo castizo que predica mercado, pero que pierde gas cuando alguien duda que la política del Gobierno central sea quien marque el camino del progreso o cuestiona el valor de las llamadas empresas “nacionales” que, en nombre de una supuesta eficiencia y del bienestar colectivo, concentran sus sedes sociales en la capital. Ese liberalismo me da grima. Aunque veo sus razones. La única provincia que tiene una renta personal superior a los territorios catalanes y vascos es Madrid. Un Madrid forjado a golpe de decretos por Primo de Rivera, engordado por Franco y sostenido hasta el presente. Pero, claro, eso ya no es historia económica. Es política española pura.

CARLES BOIX, catedrático de la Universidad de Chicago
cboix@midway.uchicago.edu


 

 

 
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